Trump y la Ayuda al Desarrollo
Con 51.000 millones de dólares al año, Estados Unidos es el mayor donante de ayuda externa, un 0.2% de su PIB. Pero la administración Trump, con su política de "América Primero", propone reducirla un 30%, y vincularla a los intereses estadounidenses y a la votación en las Naciones Unidas a favor de EEUU. Como, por ejemplo, en el caso de Palestina: Los refugiados palestinos solo recibirán las ayudas de la agencia de la ONU si aceptan los dictados de la política estadounidense sobre el conflicto Palestino-Israelí. Pero las ayudas con condiciones solo perjudican a la gente necesitada como se demostró en algunos países.
La ayuda al desarrollo que los países ricos otorgan a los más pobres ha sido fuente de controversia durante décadas. El debate se ve agravado últimamente por la crisis financiera. Es difícil justificar ante los votantes el gasto en el extranjero cuando hay recortes presupuestarios y problemas para financiar servicios públicos como salud, educación o bienestar social. Los políticos populistas y algunos medios emplean un lenguaje tóxico y xenófobo olvidando que la ayuda externa no es caridad, sino una importante herramienta de política exterior, entre otros numerosos beneficios.
Vivimos en un momento de desplazamiento de refugiados y emigrantes sin precedentes. Pero en lugar de prever nuevas iniciativas de desarrollo global y ayudar a solucionar los problemas en los países de origen, se construyen muros y todo tipo de impedimentos que multiplican la tragedia y aumentan la pobreza y alejan la solución.
Incluso para los más ardientes críticos de la ayuda exterior, sería difícil argumentar, por ejemplo, que el Plan Marshall de EEUU para Europa Occidental de 1947, o la reconstrucción de Japón después de la Segunda Guerra Mundial no rindieron enormes dividendos. Fueron proyectos de ayuda internacional completos y exitosos, sin los cuales Europa y Japón no se habrían reconstruido y la economía mundial nunca habría alcanzado los niveles de prosperidad que ha disfrutado desde entonces.
En 1970, La ONU adoptó una resolución que establece el objetivo de que las economías más ricas del mundo asignen el 0,7% de su PIB para ayudar a los países en desarrollo. Los países avanzados respondieron con diversos niveles de compromiso a esa directriz. Hasta ahora, solo Suecia, Noruega, Luxemburgo, Dinamarca y los Países Bajos han cumplido este objetivo de forma consistente, mientras que Francia y el Reino Unido se unieron a ellos en los últimos años.
Pero continúa el debate sobre si la ayuda externa logra sus objetivos de erradicar la pobreza y promover el buen gobierno, o si por el contrario crea una cultura de dependencia, distorsiona el libre mercado y alienta la corrupción
Mejorar las condiciones económicas crea nuevos mercados. Priva a los movimientos extremistas de reclutas potenciales vulnerables, principalmente hombres jóvenes, y por lo tanto conduce a una mayor seguridad. El desarrollo también reduce la motivación de las personas para abandonar su tierra, un tema con el que muchos en los países más prósperos están tan obsesionados. Los programas de salud detienen la propagación de epidemias y salvan muchas vidas. Una mejor educación reduce la dependencia de los recursos estatales y aumenta las posibilidades de generar riqueza. Estos son solo algunos ejemplos de las retribuciones del desarrollo que, en muchos casos, son generadas por la ayuda externa y que benefician a la sociedad global, no solo a los países receptores.
Obviamente, el enfoque populista sugiere que la ayuda es un tipo de caridad que priva a los países donantes de recursos, pero olvida estos beneficios comprobados, además de un fuerte argumento moral: muchas dificultades de los países receptores pueden atribuirse a su legado colonial y a la estructura del capitalismo moderno que explota su mano de obra barata y sus recursos naturales.
La pobreza se ha reducido del 35% de la población mundial en 1990 al 10 % en la actualidad. Hay evidencias de que la ayuda externa contribuye a una tasa de crecimiento del 1-1.5% en el largo plazo. Al mejorar el acceso a escuelas, salud, electricidad, agua potable y otros servicios esenciales, se favorece también a segmentos de la sociedad tradicionalmente marginados, como las mujeres o las minorías. La ayuda al desarrollo no es el remedio para todos los males y muchas veces no alcanza sus objetivos, pero sin ella el mundo será un lugar más pobre y inseguro. Promover valores como la libertad y la dignidad humana es una tarea ardua y complicada.
El Periódico de Catalunya, Economía - Opinión, Viernes, 9 febrero 2018
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