Los levantamientos que estallaron en el norte de África a principios de enero y derrocaron de momento tres regímenes, en Túnez, Egipto y Libia, e impulsaron un cambio constitucional en Marruecos, sería una exageración decir que esquivaron Argelia o que este país es un remanso de paz. Miles de argelinos han salido a protestar pidiendo cambios y democracia, aunque de momento no se puede hablar de una revolución, sino de un descontento que va en aumento y que no se reducirá sin soluciones concretas.
Existen importantes elementos comunes entre las circunstancias en que vive la población de Argelia y las de los países vecinos, como el alto desempleo, especialmente entre los jóvenes y los licenciados universitarios, una distribución desigual de recursos y un sistema político estancado que margina a gran parte de la población.
La situación se ha vuelto cada vez más difícil. La gente no acepta que un país que goza de enormes ingresos por los hidrocarburos y que acumula reservas de divisas de más de 160.000 millones de dólares, sea incapaz de traducir esa riqueza en una mejora de la calidad de vida de sus ciudadanos.
No hay que olvidar que Argelia, a diferencia de sus vecinos, experimentó ya su periodo más dramático del cambio desde hace décadas y acaba de salir de una guerra civil de 10 años, que comenzó en 1992 y se saldó con la muerte de 200.000 personas. Antes, una generación de argelinos -se estima en 1,5 millones- perdieron la vida en la guerra por la independencia de Francia. No es ninguna sorpresa que la gente no quiera volver a revivir la violencia.
Otra diferencia importante es que, aunque los derechos de sus ciudadanos en gran medida están prohibidos, se permite un cierto grado de crítica. La prensa es una de las más libres de la zona y hay una cierta tolerancia para la expresión de descontento de la población, con huelgas y protestas económicas.
El poder está intentando apropiarse del movimiento de reforma, tratando de presentarse como el líder del cambio en lugar de defensor del status quo. Y presenta las reformas que propone como factores esenciales para la consolidación del proceso democrático.
El movimiento de protesta ya ha alcanzado logros, el más tangible de los cuales es el levantamiento, a principios del 2011, del estado de emergencia establecido en 1992, una medida diseñada contra los extremistas islámicos, pero que se había debilitado en los últimos años con la disminución gradual de esta amenaza. Los opositores afirman que el régimen solo mantenía el estado de emergencia como un medida para acabar con la oposición política.
Pero el impacto de la eliminación de este decreto es probable que sea solo simbólico, ya que el poder ha dejado claro que el Ejército continuará a cargo de la campaña para erradicar el terrorismo, y lo que el Gobierno llama subversión, un término cuya vaguedad permite al régimen luchar contra sus adversarios políticos. No parece que el régimen esté dispuesto a hacer cambios profundos o a favorecer una mayor liberalización política.
Muchos de los partidos políticos no están satisfechos con esta versión limitada de la democracia. Algunas fuerzas importantes se han negado a participar en los debates de reforma porque ven las propuestas como un intento del régimen de manipular la situación y perpetuarse en el poder con el apoyo de pequeños partidos coligados. Y le acusan de ofrecer concesiones con movimientos calculados para dividirles y evitar que replique en sus fronteras el terremoto que atiza los países vecinos. Tampoco está claro que los partidos de la oposición puedan movilizar el apoyo más allá de sus bases entre la población de la Cabilia y la clase media urbana liberal.
Hay dos factores principales que favorecen al Gobierno. El primero, los ingresos por el gas, que le permiten hacer frente a ciertas presiones sociales inmediatas. Y, para muchos, otro factor importante es el relativo éxito de los esfuerzos del presidente Buteflika para poner fin a la violencia a gran escala.
A pesar de las iniciativas de la amnistía y de la readmisión del Frente Islámico de Salvación en la vida política, algunas bandas siguen activas, como Al Qaeda del Magreb Islámico. Pero la violencia ha bajado en intensidad, aunque se producen de vez en cuando algunos atentados contra las fuerzas de seguridad.
Sin embargo, cumplir las demandas de cambio con concesiones a medias y emplear a fondo las fuerzas de seguridad no parece el camino, ya que esta actitud no hace más que acumular problemas para el futuro. La oleada de frustración es poco probable que disminuya sin ninguna modificación de fondo política y económica.
El proceso de cambio recién estrenado ha transformado el panorama regional en el mundo árabe, aunque las necesidades son colosales, y las esperas, enormes. El tiempo apremia para una población con un futuro incierto que sabe que tendrá que mantener la presión, si quiere que las reformas vayan hasta el final.
El Periódico de Catalunya, Opinión, Miércoles, 12 de octubre de 2011
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